Narrativa, cuentos infantiles
Editorial Club de Libros, 2015, Costa Rica
Un libro de cuentos para niños que nos lleva a la época de nuestras abuelas, a ese oler el papel y contar historias sentados en círculo, en familia, alrededor de una mesa, o en el césped, o antes de dormir, como si el cuento sellara el último abrazo de ese día. Cuentos que invitan a la cercanía, a la hermandad, a la complicidad, a la imaginación, a crear juntos y a recrearnos.
Lo que pasa cuando amanece
Lo que pasa es que el sol quiere asomarse para ver el final de la noche, o al menos para disfrutar del amanecer. Quiere ver cómo nace el rocío así, gota a gota, como campanitas sobre las flores y las hojas.
El sol quiere asomarse para poder ver el reflejo de la luna en los pastizales, para descubrir todos esos pétalos pintados de plata. Ver las margaritas, los helechos, las finas telarañas que parecen bordadas con cristales, los cristales del rocío y de las lluvias cálidas.
Y es que el sol, enamorado de tanta belleza, se asoma todas las mañanas, muy poco a poco, para sorprender al mundo de la noche, o al menos al mundo de la luz tenue del amanecer. Pero como ve todo tan lindo, se asoma más de la cuenta y llena todo de luz…
Entonces la noche y el amanecer se van, y queda él, el sol, otra vez, con su día, con el día de día, con su luz brillante truncada a veces por los aguaceros, con su luz vestida algunas veces por la niebla, pero sin poder caminar con libertad por los senderos de la noche ni tampoco del amanecer temprano.
El sol, despacito, se asoma a veces por el mar, a veces por detrás de las montañas, para ver las sombras de luna o a las reinas con todo su vestido de pétalos, completo. Pero cuando se asoma, lo más que alcanza es ver las sombras plateadas corriendo al horizonte y las reinas de la noche doblando sus vestidos.
Claro, y el sol se desespera, y se asoma cada vez más para encontrar algún rastro hermoso del misterio, y cuanto más se asoma, menos sombras ve, y más se cambia el paisaje gris plata por el dorado, o rosa o multicolor. Y se asoma tanto, que sin quererlo él mismo les seca las gotitas de cristal a las telarañas y las perlitas de agua a las flores y las sombras de plata a los pastizales…
Siempre, cada mañana, el rocío, las flores dormilonas, las finas redes de las telarañas, la hierba de los pastos lo descubren, y como jugando con él al escondite, le ocultan todos sus secretos.
Y así todos los días. El sol cruza todo el camino, y vuelve, se espera, se asoma, quiere ver más, y más y cuanto más quiere ver la noche, más sale con su brillo sobre el cielo, por allá entre montañas, y entonces la curiosidad lo lleva a escalar más arriba, hasta el cenit….
¡Y otra vez jugando al escondite con la luna y con las sombras de plata! Siempre le sucederá lo mismo. Y continuará ocultándose una y otra vez, tras las montañas, o debajo del mar, siempre con la idea de descubrir la noche en todo su esplendor, y siempre sin poder renunciar a la luz que irradia.
Cuento corto
Aceptaba las flores San Rafael, las azaleas, por supuesto las orquídeas y las rosas. Esas eran palabras mayores. Pero cuando la “santalucía”, esa florcita pequeña que pinta de azul hortensia nuestros potreros reventó en semilla, el pobre zacate se puso francamente triste y le dieron celos, porque él no tenía flor que alegrara su monotonía.
Andaba por ahí refunfuñando en verde sus enojos. Está bien un lirio, o un anturio. Está bien un agapanto o un narciso. Acepto una amapola. Hasta el trébol, ya sé que tiene flores… Pero la “santalucía”, tan pequeña, tan conmigo siempre… ¡Ahora florece, me adorna… pero quedo sólo yo sin flor!
Las nubes casi siempre están muy altas, pero saben ver y muchas veces son solidarias. Una nube ya tenía su par de temporadas acampando sobre ese zacatal y lo conocía, lo había acompañado, le había dado de beber, lo había protegido con su sombra después del mediodía… y vio que la tristeza, la imposibilidad de florecer, estaba marchitando sus hojitas.
La nube se sacudió un poco, deshilachó unas de sus orillas más blancas, y le pidió al viento que las llevara volando hasta el zacate y que esparciera con abundancia las brillantes, transparentes y luminosas hebritas de nube.
Desde entonces, los zacatales tienen flores también, pequeñas flores que parecen, o mejor dicho, son, mechitas de nube con reflejos de sol.
Muñecas de trapo…
Me hicieron de trapitos viejos, de botones de nácar, trozos de lana y retazos de mantel. Ojos redondos con botones de blusa dominguera, boca de fieltro roja como un durazno, chaleco de flores, nariz de dedal, y pelo de lana, tan largo, que hasta pueden hacerme cola de caballo.
Mi pelo está hecho con lana de la que usaba la abuela para tejer, y como ella contaba tantas cosas y hablaba y hablaba mientras tejía, entonces yo me acuerdo de todas sus historias. De las de ella, de las del abuelo, de las del papá del abuelo, y también de las de los primos que llegaron por aquí para trabajar…
Mi vestido, el de pedazos de mantel, es el que sabe más cosas. Sabe sobre encuentros, desencuentros, sabe de orar, de bendecir, de preguntar, de contestar, de regañar, de corregir, de responder, de calcular y planear, de construir, de nacer, crecer, de aprender, de añadir, de reconciliar y… ¡mucho sobre comer!
Tengo un chaleco de flores que era una blusa de la muchacha mayor, la que va a la “U” y sabe muchas cosas, pasea mucho, le encanta conversar y tiene novio. Con ella aprendí como querer a una persona, caminar de la mano y darle un beso.
Mis medias son las del bebé, del que nació hace poco. Esas no me han enseñado mucho todavía, pero algo sí aprendí: ¡que a veces llorar sí sirve, y que es bueno ser tenaz!
Mis pestañas son de verdad. Se las regalaron a la mamá de la muchacha, pero como le quedaron muy grandotas me las pusieron a mí. Esas sí que me cuentan cosas. Como pasaron varios días en la ventana de una tienda, se dieron cuenta de muchas cosas que hace y dice la gente.
Yo podré ser muñeca, de acuerdo. Pero con lo que oyeron y vieron mis pestañas, con todo lo que escuchó y me contó el mantel, con lo que aprendí de la lana de la abuela, de la blusa de la muchacha, de las medias del bebé y con todo lo demás, yo lo que quisiera es poder hablar para decirle a alguna gente que… ¿por qué hacer tantas tonterías si podrían vivir felices…
Caleidoscopio
Todos los días, camino al colegio, se detenía en los jardines de las casas para admirar los pétalos aterciopelados de las rosas, la blancura de las calas, la suavidad multiplicada de los gladiolos, la belleza oculta de las violetas, las atrevidas tonalidades del pensamiento…
En su casa, después e hacer las tareas, pintaba y pintaba flores: rojas, amarillas, verdes, azules, pequeñas, en ramilletes, de una en una… Pintadas en cartulinas, en papel periódico o satinado, recortadas sobre cartón… ¡Las flores eran su mundo! Sus manos, con avidez, mezclaban, creaban y multiplicaban colores.
Un día, como siempre, cuando se dirigía al colegio, se acercó para ver la corola de una flor, esta vez de un precioso crisantemo. Y cuál no sería su sorpresa al oír una voz, más música que voz, que le decía: -Voy a meterme en tus ojos para que me veas mejor… ¡Y entonces vio todo color de crisantemo, lila intenso!
Se apartó del crisantemo y corrió hacia un clavel veteado de oro y rojo… ¡Y vio todo color oro y rojo! Calle, aceras, paredes y montañas. Luego se acercó a una flor de un azul oscuro, intenso, refrescante…. Y… ¡todo era azul oscuro, intenso y refrescante, aún el cielo de la mañana!
Luego se acercó con entusiasmo y curiosidad a una rosa blanca, plantada en el jardín de una casa del frente, y luego de escuchar su vocecilla… ¡todo lo vio como cubierto de nieve, tal era la blancura intensa de la rosa!
No se asustó. Eso le pasaba por su amistad con las flores. Una amistad tan estrecha que ya podía proyectar sus colores. ¡Qué caleidoscopio! Y no le contó nada a nadie. De todos modos… ¡nadie le iba a creer!